Insurrección de los españoles contra el Imperio napoleónico

A finales del Siglo XIX, España conservaba Cuba, considerada la perla de los dominios españoles, Puerto Rico y Filipinas, entre otras colonias. Sin embargo, a mediados de siglo, surgíó en Cuba un movimiento que reclamaba mayor autogobierno. Al no ver colmadas sus aspiraciones, se produjo una sublevación en 1868 que dio lugar a la llamada Guerra Larga o de los Diez Años (1868-1878). Se puso fin al problema cubano con la Paz de Zanjón de 1878, en la que el gobierno español se comprometía a llevar a cabo reformas políticas y administrativas y que apaciguó a la mayoría de la insurrección cubana. La ausencia de reformas y la intransigencia del gobierno conservador radicalizaron el movimiento cubano hacia posiciones independentistas, permitiendo la intervención estadounidense. En 1893, el gobierno liberal de Sagasta quiso reaccionar con un plan de reformas coloniales que concedía una autonomía limitada, aunque fue rechazada por las Cortes españolas, por los hacendados españoles en Cuba y por los independentistas cubanos liderados por José Martí, fundador del Partido Revolucionario Cubano, que lo consideraba totalmente insuficiente. Como consecuencia, el 24 de Febrero de 1895, los cubanos iniciaron una sublevación en la localidad de Baire, conocida como el Grito de Baire, que se extendíó rápidamente. España envió una gran contingente militar al mando del general Martínez Campos, que contaba con el apoyo de muchos cubanos conocidos como asimilistas. Sin embargo, sus iniciativas para acabar con la insurrección fracasaron por lo que fue sustituido por el general Valeriano Weyler en Febrero de 1896. Este, en cambio, adoptó una línea dura, negándose a negociar, y aplicó una política de desgaste y concentración, que consistía en agrupar a la población campesina en ciudades controladas por el gobierno español. No obstante, aumentaron los apoyos a los independentistas, especialmente por parte de Estados Unidos, que proporcionaba armamento y suministros a los insurrectos por sus intereses comerciales y geoestratégicos. Por otra parte, estalló en 1896 una insurrección en Filipinas conocida como el Grito de Balintawak, donde la intervención estadounidense también fue decisiva. En 1898, el aumento de la tensión entre España y Estados Unidos culminó en la explosión del acorazado Maine, iniciándose la Guerra Hispano-norteamericana. Las tropas españolas fueron derrotadas rápidamente en las batallas de Cavite (Filipinas) y Santiago de Cuba debido a la desigualdad de fuerzas. España se vio forzada a firmar su rendición en París en Diciembre de 1898, bajo las condiciones estadounidenses del reconocimiento de la independencia de Cuba, la cesión de Puerto Rico, la isla de Guam y Filipinas a Estados Unidos, y la venta de las últimas posesiones españolas en el Pacífico a Alemania. La pérdida de las últimas colonias de ultramar provocó la crisis de 1898.


El Golpe de Estado del general Pavía, en Enero de 1874, ponía fin a la Primera República e iniciaba una dictadura militar dirigida por el general Serrano. Su mandato fue una etapa de transición mientras se buscaba una salida a la crisis económica y a la inestabilidad política, acentuada por la Tercera Guerra Carlista y la Guerra en Cuba. Antonio Cánovas del Castillo, líder del partido que apoyaba el regreso al trono del hijo de Isabel II, el príncipe Alfonso, ofrecíó como solución para salir de la crisis política la restauración de la monarquía borbónica.
Para ello, contó con el apoyo de sectores del ejército y de la oligarquía. El príncipe Alfonso firmó el Manifiesto de Sandhurst que propónía como modelo de Estado una monarquía liberal, constitucional y parlamentaria, la unidad de España con un poder fuerte y centralizado y el mantenimiento de la tradición católica. Sin embargo, el proceso de restauración se precipitó con el pronunciamiento del general Martínez Campos el 29 de Diciembre de 1874 en Sagunto, donde Alfonso fue proclamado rey de España. Cánovas establecíó los objetivos políticos del reinado, entre los que destacan la estabilidad política mediante una monarquía bajo los principios del liberalismo moderado y de carácter conservador, la integración en el sistema de los liberales moderados y progresistas a través del partido Liberal-Fusionista, dirigido por Práxedes Mateo Sagasta, la consolidación del poder civil con una alejamiento del ejército de la actividad política, y el fin de los conflictos bélicos que amenazaban la integridad territorial, la Tercera Guerra Carlista y la sublevación cubana. Para cumplir dichos objetivos, Cánovas ideó el sistema canovista cuyos principales pilares eran la soberanía compartida entre el rey y las Cortes y el bipartidismo entre dos grandes partidos sin apenas diferencias ideológicas: el partido Conservador, liderado por Cánovas del Castillo que representaba los intereses de la oligarquía y el clero, y el partido Liberal, dirigido por Mateo Sagasta, cuya base social eran las clases medias.
Ambos partidos se turnaron en el poder, para estabilizar el sistema y evitar un pronunciamiento militar, a través del fraude electoral conocido como encasillamiento. Los principios fundamentales del sistema político de la Restauración hacían necesaria una nueva Constitución, de carácter conservador pero no muy específica para permitir la aplicación de las leyes de forma liberal dependiendo del partido que gobernara. 


Constitución de 1876

Sus principales carácterísticas son la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, el aumento del poder real, las Cortes bicamerales (Senado, cuyos cargos eran nombrados por el rey, y Congreso, con diputados elegidos por sufragio), la declaración de los derechos individuales de 1869, la confesionalidad católica del Estado y la centralización administrativa con la supresión de fueros. A finales de 1885 moría Alfonso XII, iniciándose la Regencia de María Cristina de Habsburgo (1885-1902). Bajo este contexto, carlistas y republicanos vieron una oportunidad para impulsar sus reivindicaciones. Sin embargo, Cánovas y Sagasta reaccionaron con la firma del Pacto del Pardo (Noviembre de 1885) en el que se comprometían a respetar la gestión del otro.  Durante este periodo, los liberales gobernaron entre 1886 y 1890, donde se aprobaron la Ley de Asociaciones, un nuevo Código Civil y el sufragio universal masculino, entre otras reformas. Los conservadores retomaron el poder entre 1890 y 1892, cuando una crisis económica golpeó a España. Sin embargo, la división interna del partido forzó un nuevo cambio de gobierno, por lo que los liberales volvieron al gobierno hasta 1895. En esta etapa, los intereses contrapuestos entre los partidarios del Partido Liberal provocaron crisis de gobierno sobre la posible autonomía de Cuba, que acabaron por devolver nuevamente el poder a Cánovas. El asesinato de Cánovas en 1897 y la crisis producida en 1898 adelantaron la mayoría de Alfonso XIII. El sistema canovista comenzó a dar síntomas de desgaste y aumentaron las críticas sobre su funcionamiento ya que los resultados electorales se amañaban recurriendo al fraude electoral mediante el encasillamiento y el caciquismo, presionando las votaciones a favor de su candidato. El régimen de la Restauración puso fin a las Guerras Carlistas y a la sublevación cubana con la firma de la Paz de Zanjón en 1878. Sin embargo, las fuerzas de oposición acabaron siendo numerosas. Entre ellas destacaron el carlismo, los republicanos, el movimiento obrero (dividido en las tendencias marxista y anarquista) y los nacionalismos y los regionalismos.


Desde mediados del Siglo XIX se van a producir en Europa movimientos sociales en los que se asocian las ideas liberales con el sentimiento nacional. En España, las corrientes nacionalistas se manifestaron en aquellos territorios con un sentimiento de identidad más acusado: Cataluña, País Vasco y Galicia. Se iniciaron como una reivindicación más cultural que política, dando lugar a expresiones regionalistas, que fueron derivando hacia posiciones políticas que reclamaron el reconocimiento y los derechos como nacíón, el nacionalismo. El temor a ser asimilados por la cultura castellana predominante, con la consiguiente amenaza para las élites regionales de verse sustituidas por las centralistas, provocó como reacción la recuperación y la exaltación de los elementos de identidad propia, que impulsarán el sentimiento nacional. El catalanismo comenzó exprésándose en el movimiento cultural conocido como la Renaixença y, posteriormente, se fueron incluyendo las reivindicaciones políticas para que se reconociese la identidad catalán, el llamado “hecho diferencial”, basado en la lengua principalmente. Durante la Restauración, surgieron dos tendencias: la regionalista o foralista, que pretendía la recuperación del modelo foral, y la autonomista que aspiraba a la autonomía política. En 1882 Valentí Almirall fundó el Centre Catalá, una entidad cuyo objetivo era que la burguésía catalana se alejara de la clase política española centralista. En 1885 presentaron a Alfonso XII el Memorial de Greuges que defendía los intereses catalanes. En 1891 se fundó la Uníó Catalanista, de carácter conservador y católico, que recogíó su ideario en las Bases de Manresa (1892), con las que el regionalismo catalán se transformó en un nacionalismo. Tras la crisis de 1898, se acrecentó el interés entre la burguésía catalana por tener su propia representación política. Se constituyó así la Liga Regionalista en 1901, fundada por Enric Prat de la Riba y más tarde dirigido por Francesc Cambó. Su participación en los gobiernos del Estado provocó las críticas de la izquierda catalanista, que se agrupó en el Estat Catalá, cuyo planteamiento era soberanista e independentista. El nacionalismo vasco tuvo su origen en los movimientos foralistas que apoyaron al carlismo y que fueron evolucionando hacia posiciones nacionalistas. La derrota carlista en 1876 supuso la abolición de los fueros históricos, lo que generó una gran frustración en la sociedad vasca. El desarrollo industrial y minero del País Vasco a finales del Siglo XIX, produjo la llegada masiva de inmigrantes no vascos, reavivando la oposición entre el mundo urbano e industrial “españolizado” y la sociedad rural, depositaria de los valores vascos tradicionales: la lengua y la cultura. Defendiendo este planteamiento ideológico, Sabino Arana fundó en 1894 el PNV (Partido Nacionalista Vasco), de carácter carlista, antiliberal y conservador, con aspiraciones soberanistas y la creación de un Estado propio: Euskadi. El origen del regionalismo gallego estuvo vinculado al movimiento literario ROMántico conocido como Rexurdimento, del que formó parte Rosalía de Castro, en defensa de la lengua gallega. Su marido, Manuel Murguía, fundó la Asociación Regionalista Galega en 1890. 


El origen del movimiento obrero y campesino en España se produjo durante el reinado de Isabel II. A partir de la década de 1830 surgieron los primeros intentos de asociaciones obreras, como la Uníón de clases o la Asociación de Impresores. En 1864 se fundó en Londres la AIT (Asociación Internacional del Trabajo), con la intención de coordinar a todos los trabajadores. Su principal artífice fue Karl Marx, creador del socialismo científico, que defendía el control del Estado y de los medios de producción por parte de la clase obrera. Además, surgíó el anarquismo, defendido por Mikhail Bakunin, quien aspiraba a una sociedad sin gobierno ni Estado. En 1868, Bakunin envió a Giuseppe Fanelli a España para organizar la sección española de la AIT, con orientación anarquista. El derecho de asociación establecido en la Constitución de 1869 permitíó crear en 1870 la FRE (Federación Regional Española), que se declaró anarquista, colectivista y atea. En 1871 llegó a Madrid el yerno de Marx, Paúl Lafargue, con la intención de reconducir hasta el marxismo a los internacionalistas españoles. Por tanto, se distinguieron la tendencia marxista, fundaron el PSOE (Partido Socialista Obrero Español), liderado por Pablo Iglesias, quienes impulsaron la creación de la UGT (Uníón General de Trabajadores) con el fin de mejorar las condiciones laborales; y anarquista, que tuvo gran influencia entre el campesinado andaluz, Aragónés y los obreros catalanes. De esta última se distinguieron dos organizaciones: grupos de Acción directa como la Mano Negra, partidarios de la violencia, y grupos de Acción sindical, que propónía la huelga general revolucionaria. La Iglesia católica quiso dar una respuesta conciliadora a las nuevas circunstancias sociales. Para ello, se crearon en 1879 los Círculos Católicos, que rechazaban la lucha de clases. En 1891, el Papa León XIII reclamó la mejora de las condiciones sociales en su encíclica De Rerum Novarum.


La pérdida de las últimas colonias de ultramar provocó la crisis de 1898
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Sus repercusiones ideológicas generaron una crisis de conciencia y actitud pesimista, expresada en el Regeneracionismo, liderado por Joaquín Costa, que exigía cambios políticos; y en el pesimismo existencialista, junto con la exaltación nacional, que tuvo su expresión intelectual en la Generación del 98. Económicamente, se produjo la repatriación de capitales, que permitíó fundar bancos como el Hispanoamericano, a pesar de haber perdido el mercado colonial y las materias primas. En el ámbito político, el ejército fue desprestigiado, lo que acabó con el resentimiento hacia el gobierno civil, se acabaron asumiendo algunas propuestas regeneracionistas para mantener el sistema de la Restauración y la actividad exterior se concentró en África. Con respecto a las repercusiones sociales, las víctimas principales del conflicto fueron los soldados reclutados entre la clase trabajadora, pues los hijos de las clases acomodadas podían librarse del servicio militar recurriendo a la redención, por lo que el movimiento obrero ganó fuerza

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