El nuevo sistema político de la Restauración ideado por Cánovas tuvo como eje vertebrador la Constitución promulgada en junio de 1876, y se basó en el bipartidismo y en la alternancia pacífica en el poder de los dos grandes partidos dinásticos, el conservador y el liberal.
La Constitución era una clara muestra del liberalismo doctrinario, caracterizado por el sufragio censitario y la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey. Se trataba de un texto de marcado carácter conservador e inspirado en los valores tradicionales de la monarquía, la religión y la propiedad. La Constitución consideraba a la monarquía como una institución superior e incuestionable que estaba por encima de cualquier decisión política. El rey debía de ejercer como árbitro en la vida política y garantizar la alternancia entre los partidos. Además, y para evitar el problema de los pronunciamientos, se sometió al ejército al poder civil y el rey se convirtió en Jefe Supremo del mismo. El funcionamiento del sistema político requería la existencia de dos grandes partidos dinásticos que se alternasen en el poder. Este turno se cumplió escrupulosamente hasta finales del siglo XIX, cuando la crisis del 1898 puso en jaque al sistema. Cánovas que había creado el Partido Alfonsino durante el Sexenio, lo transformó en el Partido Conservador que aglutinaba a los grupos políticos más conservadores, tras el regreso de Alfonso XII. Su proyecto, inspirado en el modelo parlamentario inglés, requería otro partido de carácter más progresista, la llamada izquierda dinástica, y propuso a Sagasta su formación. Así, de un acuerdo entre progresistas, unionistas y algunos republicanos moderados nació el Partido Liberal. Ambos coincidían ideológicamente en lo fundamental, defendían la Monarquía, la Constitución, la propiedad privada y un Estado liberal unitario y centralista. Su extracción social también era bastante homogénea y se nutrían de las élites económicas. Eran, en definitiva, partidos de minorías, de notables. En su actuación política las diferencias también eran escasas. Los conservadores, más inmovilistas, defendían el sufragio censitario, la Iglesia y el orden social. Los liberales por su parte el sufragio universal masculino y un reformismo más progresista y laico. En la práctica, la actuación de ambos partidos no difería al existir un acuerdo tácito de no promulgar nunca una ley que forzase al otro partido a derogarla cuando retornase al gobierno. El turno en el poder quedaba garantizado gracias a la corrupción electoral y a la influencia y poder económico de los caciques. De este modo, cuando el partido en el gobierno sufría un proceso de desgaste político y perdía la confianza de las Cortes, el rey llamaba al jefe del partido de la oposición a formar gobierno. Entonces, el nuevo jefe de gabinete convocaba elecciones con el objetivo de conseguir la mayoría parlamentaria que le permitiese gobernar. El Ministerio de Gobernación “fabricaba” los resultados mediante la asignación previa de escaños en cada circunscripción electoral (encasillado) y enviaba esa lista a los gobernadores civiles. Estos, que conocían así los resultados que debían salir en sus provincias, transmitían, a su vez, la lista de candidatos a los alcaldes y caciques, y todo el aparato administrativo se ponía a su servicio para garantizar su elección. El caciquismo fue un fenómeno que se dio en toda España, aunque alcanzó su máximo desarrollo en Andalucía, Galicia y Castilla. Los caciques eran personas notables, sobre todo en el mundo rural y en pequeñas ciudades, que tenían una gran influencia en la vida local, tanto en lo social como en lo político. Podían ser abogados, profesionales de prestigio que controlaban los ayuntamientos y dirigían el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones o resolvían los trámites burocráticoadministrativos. Con su influencia crearon una clientela de adictos a los que intercambiaban favores a cambio de votos. Su lema “para el amigo el favor y para el enemigo la ley”. Los caciques manipularon las elecciones continuamente de acuerdo con las autoridades, especialmente los gobernadores civiles. El conjunto de trampas electorales se conoce como pucherazo. Para conseguir la elección del candidato encasillado no se dudaba en falsificar el censo, manipular las actas electorales, comprar votos, amenazar al electorado con todo tipo de coacciones e, incluso, emplear la violencia. A lo largo del período 1876 y 1898 el turno funcionó con regularidad, nunca el partido convocante de las elecciones las perdió. Sólo se puso en riesgo el sistema tras la muerte de Alfonso XII en 1885. La muerte del rey impulsó un acuerdo entre conservadores y liberales, el llamado Pacto del Pardo. Su finalidad era dar apoyo a la regencia de María Cristina y garantizar la continuidad de la monarquía ante las presiones de carlistas y republicanos.
La Constitución era una clara muestra del liberalismo doctrinario, caracterizado por el sufragio censitario y la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey. Se trataba de un texto de marcado carácter conservador e inspirado en los valores tradicionales de la monarquía, la religión y la propiedad. La Constitución consideraba a la monarquía como una institución superior e incuestionable que estaba por encima de cualquier decisión política. El rey debía de ejercer como árbitro en la vida política y garantizar la alternancia entre los partidos. Además, y para evitar el problema de los pronunciamientos, se sometió al ejército al poder civil y el rey se convirtió en Jefe Supremo del mismo. El funcionamiento del sistema político requería la existencia de dos grandes partidos dinásticos que se alternasen en el poder. Este turno se cumplió escrupulosamente hasta finales del siglo XIX, cuando la crisis del 1898 puso en jaque al sistema. Cánovas que había creado el Partido Alfonsino durante el Sexenio, lo transformó en el Partido Conservador que aglutinaba a los grupos políticos más conservadores, tras el regreso de Alfonso XII. Su proyecto, inspirado en el modelo parlamentario inglés, requería otro partido de carácter más progresista, la llamada izquierda dinástica, y propuso a Sagasta su formación. Así, de un acuerdo entre progresistas, unionistas y algunos republicanos moderados nació el Partido Liberal. Ambos coincidían ideológicamente en lo fundamental, defendían la Monarquía, la Constitución, la propiedad privada y un Estado liberal unitario y centralista. Su extracción social también era bastante homogénea y se nutrían de las élites económicas. Eran, en definitiva, partidos de minorías, de notables. En su actuación política las diferencias también eran escasas. Los conservadores, más inmovilistas, defendían el sufragio censitario, la Iglesia y el orden social. Los liberales por su parte el sufragio universal masculino y un reformismo más progresista y laico. En la práctica, la actuación de ambos partidos no difería al existir un acuerdo tácito de no promulgar nunca una ley que forzase al otro partido a derogarla cuando retornase al gobierno. El turno en el poder quedaba garantizado gracias a la corrupción electoral y a la influencia y poder económico de los caciques. De este modo, cuando el partido en el gobierno sufría un proceso de desgaste político y perdía la confianza de las Cortes, el rey llamaba al jefe del partido de la oposición a formar gobierno. Entonces, el nuevo jefe de gabinete convocaba elecciones con el objetivo de conseguir la mayoría parlamentaria que le permitiese gobernar. El Ministerio de Gobernación “fabricaba” los resultados mediante la asignación previa de escaños en cada circunscripción electoral (encasillado) y enviaba esa lista a los gobernadores civiles. Estos, que conocían así los resultados que debían salir en sus provincias, transmitían, a su vez, la lista de candidatos a los alcaldes y caciques, y todo el aparato administrativo se ponía a su servicio para garantizar su elección. El caciquismo fue un fenómeno que se dio en toda España, aunque alcanzó su máximo desarrollo en Andalucía, Galicia y Castilla. Los caciques eran personas notables, sobre todo en el mundo rural y en pequeñas ciudades, que tenían una gran influencia en la vida local, tanto en lo social como en lo político. Podían ser abogados, profesionales de prestigio que controlaban los ayuntamientos y dirigían el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones o resolvían los trámites burocráticoadministrativos. Con su influencia crearon una clientela de adictos a los que intercambiaban favores a cambio de votos. Su lema “para el amigo el favor y para el enemigo la ley”. Los caciques manipularon las elecciones continuamente de acuerdo con las autoridades, especialmente los gobernadores civiles. El conjunto de trampas electorales se conoce como pucherazo. Para conseguir la elección del candidato encasillado no se dudaba en falsificar el censo, manipular las actas electorales, comprar votos, amenazar al electorado con todo tipo de coacciones e, incluso, emplear la violencia. A lo largo del período 1876 y 1898 el turno funcionó con regularidad, nunca el partido convocante de las elecciones las perdió. Sólo se puso en riesgo el sistema tras la muerte de Alfonso XII en 1885. La muerte del rey impulsó un acuerdo entre conservadores y liberales, el llamado Pacto del Pardo. Su finalidad era dar apoyo a la regencia de María Cristina y garantizar la continuidad de la monarquía ante las presiones de carlistas y republicanos.