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8.2.La revolución industrial en la España del Siglo XIX. El sistema de comunicaciones: el ferrocarril. Proteccionismo y librecambismo. La aparición de la banca moderna.

Por revolución industrial se entiende el conjunto de cambios ocurridos en la producción y el consumo de bienes como resultado de la incorporación de máquinas a la producción. En todos los países de Europa la revolución industrial requirió como condición previa una revolución agrícola que en España no se produjo puesto que la agricultura se estancó. Durante el siglo XIX se impulsó el proceso de industrialización con objeto de transformar la estructura económica agraria en otra basada en la industria y el comercio. El proceso de aceleración industrial se localizó en el sector textil algodonero catalán debido a la iniciativa empresarial de la burguésía catalana, mientras que el resto de España permanecíó apenas sin industrializar. La incorporación de España a la Revolución Industrial fue tardía, incompleta y desequilibrada con respecto a países como Reino Unido, Francia o Bélgica. Uno de los cambios carácterísticos de la revolución industrial fue la utilización del carbón como fuente de energía. En España hasta mediados de siglo las principales fuentes de energía utilizadas eran la fuerza humana y animal  y en menor medida la hidráulica y eólica. El consumo de carbón crecíó desde mediados de siglo estimulado por la red de ferrocarriles, la navegación a vapor y la industrialización. Sin embargo, España estaba en desventaja con respecto a otros países ya que el carbón era escaso, de mala calidad y caro de extraer. La inexistencia de buen carbón y de demanda suficiente explica el difícil desarrollo de la industria siderúrgica, cuyo verdadero despegue se inició a finales de siglo en torno a Bilbao (Altos Hornos de Vizcaya). España era rica en hierro, plomo, cobre, etc., sin embargo la explotación minera no alcanzó su apogeo hasta el último cuarto de siglo debido a la falta de capitales y conocimientos técnicos, la inexistencia de una demanda suficiente de estos minerales y una legislación de minas que ponía trabas a la iniciativa empresarial privada. Entre las causas del fracaso de la revolución industrial española se encuentran la inestabilidad política, el estancamiento de la agricultura, la debilidad del mercado interior español y la escasez de capitales españoles que se destinaron a la creación de nuevas industrias. El resultado fue un desarrollo industrial limitado y poco competitivo en el exterior lo que obligó a los gobiernos españoles a apostar por el proteccionismo ante el reclamo de los fabricantes de algodón catalanes, los cerealistas castellanos y los industriales siderúrgicos vascos. Frente a los partidarios del proteccionismo se encontraban los defensores del librecambismo, para quienes el Estado debía intervenir lo menos posible en la economía. La política arancelaria desarrollada en España pasó de un fuerte proteccionismo inicial (prohibición de importación de artículos) a una reducción paulatina del proteccionismo a mitad de siglo, hasta una política relativamente librecambista con el Arancel Figuerola de 1869 (no prohibía la importación de ningún producto aunque las tarifas que se aplicaban a las importaciones no se suprimieron, solo se bajaron) y un retorno al proteccionismo durante la Restauración. En lo referente al transporte España se encontraba en desventaja respecto a otros países de Europa. El transporte interior, tanto terrestre como fluvial, se veía obstaculizado por la orografía peninsular. La consecuencia era que España estaba fragmentada en un conjunto de mercados aislados entre sí. Desde mediados de siglo se inició un programa de construcción de carreteras y se mejoraron los medios de transporte, pero la autentica revolución fue el ferrocarril.
La ventaja del ferrocarril era la superior capacidad de carga, velocidad y seguridad. Las primeras líneas ferroviarias fueron Barcelona-Mataró y Madrid-Aranjuez, aunque el impulso constructor se desarrollo a partir de la Ley de Ferrocarriles de 1855. La ley de ferrocarriles facilitó la creación de sociedades que se encargaron de la construcción y explotación ya que prevéía el pago de subvenciones, eximía de aranceles a los materiales importados y permitía la entrada de capitales extranjeros (fundamentalmente francés). El resultado fue un rápido crecimiento hasta la crisis de 1866 que llevó a la quiebra de gran parte de las compañías ferroviarias por falta de rentabilidad y arrastró a los bancos y sociedades de crédito. El último impulso constructor del Siglo XIX comenzó con la Restauración y coincidíó con el desarrollo de la minería conectando las zonas mineras con el resto del país. Se creó una red radial en torno a Madrid con un ancho de vía de 1,67 metros, mayor que el europeo de 1,44 metros porque se creía que las máquinas debían ser más potentes para salvar la difícil orografía española. Entre las consecuencias de la construcción del ferrocarril destaca que la industria siderúrgica española no se benefició de su construcción ya que gran parte del material fue comprado a empresas belgas, francesas e inglesas, así como que su expansión contribuyó a la consolidación de un mercado nacional uniendo los centros productores con los centros de consumo aunque a finales del Siglo XIX todavía se estaba lejos de haber alcanzado un mercado interior único y bien articulado. Por último, durante el Siglo XIX se acometíó la modernización del sistema monetario con la implantación de una sola unidad monetaria, la peseta. Al mismo tiempo se inició la implantación de un nuevo sistema bancario. A partir de las leyes bancarias de 1856, relacionadas con la ley de ferrocarriles, surgieron numerosos bancos y sociedades de crédito.

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