Transformaciones económicas. Proceso de desamortización y cambios agrarios. Las peculiaridades de la incorporación de España a la revolución industrial. Modernización de las infraestructuras: el impacto ferrocarril

En el Antiguo Régimen, gran parte de las tierras eran inalienables, debido sobre todo a dos circunstancias: las propiedades de la Iglesia y las de los municipios estaban en “manos muertas”, no se podían vender, y lo mismo ocurría con las vinculadas a mayorazgos pues estos pertenecían al linaje familiar y debían transmitirse íntegros de un titular a otro. Se adoptaron tres medidas: la supresión de los mayorazgos, la abolición del régimen señorial y las desamortizaciones, como la de Mendizábal y la de Madoz. La desamortización de Mendizábal consistíó fundamentalmente en la venta por subasta de las tierras expropiadas a la Iglesia, por lo que se la conoce también como desamortización eclesiástica. Sus objetivos, determinados por la primera guerra carlista y el estado ruinoso de la Hacienda, fueron tres: sanear la Hacienda, mediante la amortización parcial de la deuda pública; financiar la Guerra Civil contra los carlistas, y convertir a los nuevos propietarios en partidarios para la causa liberal, que necesitaba apoyo social frente a la amenaza carlista. No solucionaron nada porque las tierras del clero fueron compradas a bajo precio por nobles y burgueses. Se desaprovechó la oportunidad de repartir las tierras entre los campesinos que las habían trabajado, siguiendo así en la pobreza. Mendizábal se hizo impopular y se dio el cambio de Gobierno. La desamortización general de Madoz se inició durante el bienio progresista e incluía todo tipo de tierras amortizadas: las de la Iglesia aún no vendidas y las de propiedad municipal, principalmente. La situación política y fiscal no era tan grave como en la etapa de la desamortización anterior, ya que la segunda guerra carlista no supuso tanto gasto como la primera. Por consiguiente, además de reducir la deuda pública, se pretendía destinar parte de los ingresos obtenidos a financiar la construcción de las infraestructuras necesarias para modernizar la economía, en especial la red de ferrocarriles. Estas desamortizaciones tuvieron consecuencias: se pusieron en cultivo grandes extensiones de Tierra; las ventas absorbieron gran cantidad de capitales privados; la estructura de la tierra no cambió porque las tierras solo cambiaron de propietarios; y se sacrificaron los intereses de muchos campesinos y, sobre todo, del clero, cuyas tierras fueron expropiadas, lo que les empujó hacia el carlismo.La agricultura española de esta época se basaba en la trilogía mediterránea: el trigo,el producto más importante; la vid y el olivo; a los que había que añadir las leguminosas. A ellos se dedicaba a finales de siglo el 90% de la tierra cultivable. Si la superficie cultivada crecíó considerablemente y la producción agrícola aumentó poco, fue porque los rendimientos de la agricultura española seguían en un nivel muy bajo. En España, por tanto, no se estaba realizando nada parecido a la revolución agrícola que estaba en marcha en los países avanzados de Europa. El estancamiento de la agricultura fue, en gran medida, consecuencia de la protección arancelaria. Los aranceles del trigo se mantuvieron altos durante toda la centuria para proteger al sector agrícola que, al no sufrir el empuje de la competencia, pudo continuar siendo rentable para los propietarios de tierra, a pesar de los bajos rendimientos y de emplear una cantidad excesiva de mano de obra. Por otra parte, existía un sector agrícola de altos rendimientos, el hortofrutícula del litoral mediterráneo, que era uno de los más competitivos de Europa, pero representaba un pequeño porcentaje de superficie de cultivo. En todos los países avanzados de Europa, la revolución industrial requirió como condición previa una revolución agrícola, que en España no se produjo por estos motivos: Los excedentes de la agricultura eran insuficientes para garantizar un crecimiento elevado de la población y, de hecho, fueron frecuentes las hambrunas a lo largo del siglo; por otra parte, tampoco había una numerosa población urbana. La demanda campesina de bienes industriales fue muy reducida, tanto la de bienes de consumo (textiles) como la de bienes de producción (fertilizantes, utensilios, maquinaria). La transferencia de población de la agricultura a la industria fue insignificante, y el escaso desarrollo industrial no demandaba mucha mano de obra. Por tanto, el estancamiento agrario de España fue una de las causas de su atraso económico y de su escasa industrialización. Pero durante el Siglo XIX, se trató de impulsar, como en otros países de Europa, la revolución industrial con el objeto de tranformar la vieja estructura económica, esencialmente agraria, en otra nueva, basada en el desarrollo de la industria y el comercio.

Sector pionero

Cataluña fue la única zona donde la industrialización se originó a partir de capitales autóctonos. En el XIX el sector más dinámico fue el algodonero, cuya prosperidad se debíó a tres razones: la posición ventajosa con que partía, dado el temprano despegue industrial de Cataluña en el XVIII; la iniciativa empresarial de la burguésía catalana; y la protección arancelaria, que lo puso a salvo de la competencia inglesa. El sector lanero, el más importante de la industria textil del Antiguo Régimen, pasó a segundo plano relegado por la producción algodonera, y se desplazó de los centros tradicionales en las zonas ganaderas de Castilla y León, para concentrarse en industrias modernas en las ciudades de Sabadell y Tarrasa.

Sector con dificultades

Para el desarrollo de una industria siderúrgica potente no basta con tener buenos yacimientos de hierro, sino que es más importante disponer de abundante carbón de coque. La inexistencia en España de buen carbón y de demanda suficiente explica el desarrollo accidentado de la siderurgia, donde se pueden distinguir tres etapas: 1. La etapa andaluza, que se basaba en la explotación del hierro de la zona, pero cuyo inconveniente era la falta de carbón mineral. 2. La etapa asturiana, en torno a las cuencas carbóníferas de Mieres y Langreo; el carbón de esta zona no era de gran calidad. 3. La etapa vizcaína, en los Altos Hornos de Vizcaya. La clave del éxito estuvo en el eje comercial Bilbao-Cardiff (Gales): Bilbao exportaba hierro y compraba carbón galés, más caro, pero de más calidad y, por tanto, más rentable que el asturiano.

Sector acaparado por extranjeros

España era rica en reservas de hierro, plomo, cobre, Mercurio y cinc; y además gozaba de otra ventaja: la proximidad de los yacimientos a zonas portuarias, lo que facilitaba el transporte y la exportación de los minerales. Existen varias razones que explican la inactividad minera durante gran parte del siglo: la falta de capitales y de conocimientos técnicos suficientes para poner en explotación algunos de los yacimientos peninsulares; la inexistencia de demanda, y una legislación que ponía demasiados obstáculos a la iniciativa empresarial privada y declaraba las minas propiedad de la Corona. España, por tanto, se convirtió en exportadora de materias primas, en manos de compañías extranjeras.

Energía

Uno de los cambios más carácterísticos de la revolución industrial fue el empleo masivo del cabrón como fuente de energía. En España, hasta mediados de siglo, las principales fuentes de energía utilizadas eran la fuerza humana y animal, y, en menor medida, la hidráulica (molinos de agua) y la eólica (molinos de viento, barcos a vela); como combustible doméstico, se usaba preferentemente la leña. El consumo de carbón crecíó desde mediados de siglo, estimulado por la red de ferrocarriles, la navegación a vapor y la industrialización. Sin embargo, desde el punto de vista energético, España estaba en clara desventaja, ya que el carbón español era escaso, de mala calidad y caro. Independientemente de que en el caso español intervinieron múltiples factores que explican el fracaso de la revolución industrial, no se puede negar que la escasez de recursos energéticos fue un grave problema. El proceso de industrialización en nuestro país no se detuvo durante el s. XIX, pero su evolución se produjo a un ritmo tan lento que España quedó relegada como potencia industrial a uno de los puestos más bajos de Europa. En el fracaso de la Revolución Industrial incidieron numerosos factores: la escasa capacidad productiva de las manufacturas tradicionales (con la excepción de Cataluña); la inexistencia de un mercado nacional, con buenas comunicaciones y unificado, que facilitara los intercambios comerciales; y la escasez de capitales españoles, que en una gran parte se destinaron a la compra de tierras desamortizadas. Como ya hemos dicho antes, en España, durante el SXIX, se pretendíó llevar a cabo el proceso de revolución industrial, que pretendía basar la economía en el desarrollo de la industria y el comercio. Para ello, se siguió el ejemplo ya consolidado en otros países de Europa como Gran Bretaña, Bélgica, Francia o Alemania, cuyas redes ferroviarias estaban revolucionando no únicamente los transportes, sino la economía en su conjunto, al facilitar los intercambios y potenciar la industria siderometalúrgica. Es preciso tener en cuenta que las ventajas del ferrocarril sobre los medios de transporte terrestre y tradicionales son considerables: capacidad de carga, velocidad y seguridad muy superiores, con la consiguiente disminución de tiempos y costes. Las primeras líneas de ferrocarril fueron las de Barcelona-Mataró y Madrid-Aranjuez (para los reyes), aunque la verdadera fiebre constructora tuvo lugar a partir de la Ley General de Ferrocariles de 1855, impulsada por el Gobierno progresista. El objetivo era ofrecer un medio barato de transporte que estimulase la creación de industrias. La ley dejaba a la iniciativa de compañías privadas la construcción y explotación de los diferentes tramos de la red ferroviaria y, para incentivarlas, ofrecía todo tipo de facilidades, entre ellas permitir la entrada de capital y material extranjeros. Esta ley se vinculaba estrechamente con otras simultáneas que en buena parte estaban orientadas a impulsar el progreso de la construcción ferroviaria: la desamortización general de Madoz, que proporcionaría fondos al Estado; la Ley de Bancos de Emisión y la Ley de Sociedades de Crédito, que facilitarían su financiación. El resultado fue un rápido ritmo de construcción en los primeros diez años debido, fundamentalmente, a la afluencia masiva de capital, tecnología y material extranjeros. Las compañías más importantes (Madrid-Zaragoza-Alicante, Ferrocarril del Norte, Sevilla-Jerez-Cádiz) poseían un capital mayoritariamente francés; pero también hubo compañías importantes con capital español, sobre todo en líneas que partían de Cataluña. La fiebre constructora se interrumpíó con la crisis financiera de 1866. El último impulso constructor del Siglo XIX comenzó con la Restauración, en 1876, y coincidíó con el desarrollo de la minería, por lo que gran parte de los nuevos tramos conectaban las zonas mineras. En definitiva, el ferrocarril era importante, pero se renunció a muchos objetivos con interés de su rápida construcción. Entre las consecuencias derivadas de la ley de ferrocarriles y de la forma en que se aplicó, se podrían señalar las siguientes: Las principales concesiones se otorgaron a compañías extranjeras, que importaron el material ferroviario, por lo que la construcción de la red española apenas estimuló la siderurgia nacional. El escaso capital español se invirtió en ferrocarriles y no en industrias. Finalmente existía el medio de transporte, pero apenas había mercancías que transportar, y muchas compañías, al no poder recuperar lo invertido, quebraron y arrastraron en su caída a bancos y sociedades de crédito.

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