La Crisis del Antiguo Régimen y la Guerra de la Independencia (1808-1814)
Carlos IV apartó del gobierno a los ministros ilustrados, confiando en Manuel Godoy. La ejecución del monarca francés, Luis XVI, impulsó a Carlos IV a declarar la guerra a Francia, en coalición con otras monarquías absolutas. La derrota de las tropas españolas fue inapelable y la paz subordinó a España a los intereses franceses. A partir de este momento y desde el ascenso de Napoleón al poder, la política española vaciló entre el temor a Francia y el intento de pactar con ella para evitar el enfrentamiento.
La alianza con Francia trajo consigo el conflicto con Gran Bretaña, que se manifestó en la desastrosa Batalla de Trafalgar (1805). El desastre naval acentuó la crisis de la Hacienda Real, agravada por la reducción de ingresos, especialmente los del comercio colonial debido al descenso del tráfico marítimo. Godoy recurrió al endeudamiento y al aumento de las contribuciones, y planteó reformas como la desamortización de tierras eclesiásticas, que provocaron una amplia oposición. La nobleza y la Iglesia se mostraron contrarias a Godoy. Por otro lado, la subida de impuestos al campesinado generó descontento popular, que se vio incrementado por la escasez y el hambre. La incapacidad para resolver esta situación alimentó motines y revueltas.
En 1807, Godoy firmó el Tratado de Fontainebleau con Napoleón, en el cual se autorizaba a los ejércitos franceses a entrar en España para atacar Portugal, aliada de Gran Bretaña. El 18 de marzo de 1808 estalló el Motín de Aranjuez, ciudad donde se encontraban los reyes, quienes, aconsejados por Godoy y temerosos de que la presencia francesa terminase en una invasión del país, se retiraban hacia el sur. El motín, con participación popular, perseguía la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV. Los amotinados consiguieron sus objetivos, pero los hechos evidenciaron una crisis profunda en la monarquía española.
Carlos IV y Fernando VII fueron llamados por Napoleón a Bayona. Sin mayor oposición, abdicaron ambos en la persona de Napoleón, el cual nombró a su hermano José I rey de España. Napoleón convocó Cortes en Bayona a fin de aprobar un texto (el Estatuto de Bayona) que pretendía acabar con el Antiguo Régimen y ratificar el nombramiento de José I. José I inició una experiencia reformista que pretendía liquidar el Antiguo Régimen. Entre otras medidas, se encontraban la abolición del régimen señorial, la desamortización de tierras de la Iglesia y la desvinculación de mayorazgos y tierras de manos muertas. Sin embargo, todas sus actuaciones estaban subordinadas a las necesidades militares de la conquista y la violenta actuación de las tropas napoleónicas, lo que puso al grueso de la población en su contra.
El 2 de mayo de 1808, el resto de la familia real que permanecía en palacio se preparaba para partir hacia Bayona. Una multitud espontánea se congregó ante el palacio para impedir su partida y se alzó de forma espontánea contra la presencia francesa.
Desarrollo de la Guerra y la Resistencia
La revuelta del 2 de mayo fue duramente reprimida, pero su ejemplo provocó un movimiento de resistencia popular. Las Juntas fueron primero locales y estaban formadas sobre todo por personalidades partidarias de Fernando VII, que pretendían canalizar la agitación popular. Las necesidades de coordinación comportaron la creación de Juntas provinciales que asumieron la soberanía en ausencia del rey, declararon la guerra a Napoleón y buscaron el apoyo de Gran Bretaña. Las Juntas enviaron representantes a Aranjuez para formar una Junta Suprema Central que coordinase la lucha y dirigiese el país.
El inicial carácter desorganizado de la resistencia parecía confirmar las previsiones de Napoleón de que la invasión sería rápida y fácil. Pero la resistencia de ciudades sometidas a sitios impidió el avance francés hacia el Levante, y la derrota de los invasores en Bruc y en Bailén tuvo un impacto inmediato. En enero de 1809, José I entraba de nuevo en Madrid y durante 1809 el dominio francés se extendió por gran parte del territorio.
La resistencia a la invasión se realizó mediante una forma espontánea, popular y muy eficaz de lucha armada: las guerrillas. Las guerrillas hostigaban al ejército francés por sorpresa, sometiendo a los invasores a una presión y desgaste continuos. En 1812, el curso de la guerra quedó afectado por la campaña de Napoleón en Rusia, que obligó a retirar miles de efectivos de la Península. Ante esto, la guerrilla, apoyada por el ejército británico (dirigido por el general Wellington), consiguió la victoria en Arapiles. Incapaz de mantener los dos frentes, Napoleón decidió pactar el fin del conflicto con los españoles y permitir el retorno de Fernando VII (Tratado de Valençay, 1813).
Las Corrientes Ideológicas Frente a la Invasión
La invasión obligó a las diferentes corrientes ideológicas a tomar partido frente a la presencia francesa. Los afrancesados colaboraron con José I. Procedentes en su mayoría del despotismo ilustrado, partidarios del programa reformista, apostaban por un poder fuerte para modernizar España. Al final de la guerra, muchos tuvieron que exiliarse.
El grueso de la población se conoce como el frente patriótico, que se opuso a la invasión. La mayor parte de este grupo estaba formada por el clero y la nobleza, que deseaban la vuelta de Fernando VII y el restablecimiento del absolutismo. Los ilustrados creían que con la vuelta de Fernando VII se podría emprender un programa de reformas y la modernización del país. Finalmente, los liberales veían en la guerra la oportunidad de realizar un cambio de sistema político.
La Revolución Liberal: Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
La Junta Suprema Central se había mostrado incapaz de dirigir la guerra y decidió disolverse en enero de 1810, no sin antes iniciar un proceso de convocatoria de Cortes para que los representantes de la nación decidieran sobre su organización y su destino. Mientras se reunían las Cortes, se mantuvo una regencia formada por cinco miembros. Asimismo, se organizó una consulta al país sobre las reformas a realizar en las Cortes.
El proceso de elección de diputados a Cortes y su reunión en Cádiz fueron difíciles dado el estado de guerra, y en muchos casos se optó por elegir sustitutos entre las personas presentes en Cádiz. Las Cortes se abrieron en septiembre de 1810 y el sector liberal consiguió su primer triunfo al forzar la formación de una cámara única, frente a la tradicional representación estamental. En su primera sesión, aprobaron el principio de soberanía nacional, es decir, el reconocimiento de que el poder reside en el conjunto de los ciudadanos, representados en las Cortes.
La Constitución de 1812 contiene una declaración de derechos del ciudadano, que incluye la libertad de pensamiento y opinión, la igualdad de los españoles ante la ley, el derecho de petición, la libertad civil, el derecho de propiedad y el reconocimiento de todos los derechos legítimos de los individuos que componen la nación española.
La estructura del Estado correspondía a una monarquía, basada en la división de poderes y no en el derecho divino. El poder legislativo, representado por las Cortes, poseía amplios poderes. El mandato de los diputados duraba dos años y eran inviolables en el ejercicio de sus funciones. El sufragio era universal masculino e indirecto.
El monarca era la cabeza del poder ejecutivo. Las decisiones del monarca debían ser refrendadas por los ministros, quienes estaban sometidos a responsabilidad política y penal. La administración de justicia era competencia exclusiva de los tribunales y se establecían los principios básicos de un Estado de derecho.
Asimismo, el territorio se dividió en provincias, para cuyo gobierno interior se crearon las diputaciones provinciales. Se creó la Milicia Nacional a nivel local y provincial. El texto constitucional plasmaba el compromiso existente entre los sectores de la burguesía liberal y los absolutistas, al afirmar la confesionalidad católica del Estado.
Las Cortes de Cádiz aprobaron una serie de leyes y decretos destinados a eliminar el Antiguo Régimen y a ordenar el Estado como un régimen liberal. Procedieron a la supresión de los señoríos jurisdiccionales, distinguiéndolos de los señoríos territoriales, que pasaron a ser propiedad privada de los señores. También se decretó la eliminación de los mayorazgos y la desamortización de bienes propios y baldíos (tierras comunales), con el objetivo de recaudar capitales para amortizar deudas públicas.
Se votó la abolición de la Inquisición y se estableció la libertad de imprenta, aunque en lo referente a la religión continuaba bajo control de la Iglesia y condicionada por unas juntas de censura. Cabe señalar la libertad de industria y comercio, la anulación de gremios y la unificación del mercado.
Este primer liberalismo marcó las líneas básicas de lo que debía ser la modernización española. Los legisladores de Cádiz aprovecharon la situación revolucionaria creada por la guerra para elaborar un marco legislativo mucho más avanzado de lo que hubiera sido posible en una situación de normalidad. Sin embargo, la obra de Cádiz no tuvo una gran aplicación práctica; la situación de guerra impidió la efectiva aplicación de lo legislado, y al final de la guerra, la vuelta de Fernando VII frustró la experiencia liberal y condujo al retorno del absolutismo.
El Trienio Liberal (1820-1823)
El 1 de enero de 1820, el coronel Rafael del Riego, al frente de una compañía de soldados, se sublevó y recorrió Andalucía proclamando la Constitución de 1812. La pasividad del ejército, la acción de los liberales en las principales ciudades y la neutralidad de los campesinos obligaron al rey a aceptar la Constitución.
Inmediatamente se formó un nuevo gobierno que proclamó una amnistía y convocó elecciones a Cortes. Los resultados electorales dieron la mayoría a los diputados liberales, que iniciaron una importante obra legislativa, restaurando una gran parte de las reformas de Cádiz. Asimismo, impulsaron la liberalización de la industria y el comercio, con la eliminación de las trabas a la libre circulación de mercancías, potenciando así el desarrollo de la burguesía. Por último, iniciaron la modernización política y administrativa del país, de acuerdo con el modelo de Cádiz. Se formaron ayuntamientos y diputaciones electivos y se reconstruyó la Milicia Nacional, con el fin de garantizar el orden y defender las reformas constitucionales.
Todas estas reformas suscitaron rápidamente la oposición de la monarquía. Fernando VII había aceptado el nuevo régimen forzado por las circunstancias y, desde el primer momento, paralizó cuantas leyes pudo. Pero las nuevas medidas liberales del Trienio provocaron el descontento de los campesinos, ya que se abolían los señoríos jurisdiccionales, pero no les facilitaban el acceso a la tierra. De forma que los campesinos más pobres e indefensos ante la nueva legislación capitalista se sumaron a la agitación antiliberal.
Las tensiones se produjeron también entre los propios liberales, que se dividieron en dos tendencias: los moderados, partidarios de reformas limitadas que no perjudicasen a las élites sociales, y los exaltados, que planteaban la necesidad de reformas radicales, favorables a las clases medias y populares.
La Santa Alianza, atendiendo a las peticiones de Fernando VII, encargó a Francia la intervención en España. Los Cien Mil Hijos de San Luis irrumpieron en territorio español y repusieron a Fernando VII como monarca absoluto.
Alarmadas por la constante agitación en que vivía España, las potencias restauradoras consideraban necesarias reformas moderadas, proclamar una amnistía para superar la situación de violencia y organizar una administración con el fin de dotar de estabilidad a la monarquía. Fernando VII inició una feroz represión contra los liberales, muchos de los cuales marcharon hacia el exilio.
La otra gran preocupación de la monarquía fue el problema económico. Las dificultades de la Hacienda, agravadas por la pérdida definitiva de las colonias americanas, forzaron a un estricto control del gasto público, dado que era imposible aumentar la recaudación sin tocar los privilegios fiscales de la nobleza.
A partir de 1825, el rey, acuciado por los problemas económicos, buscó la colaboración del sector moderado de la burguesía financiera e industrial de Madrid y Barcelona. Esta actitud incrementó la desconfianza de los realistas y de los sectores ultrarrealistas (o apostólicos) de la corte, ya muy descontentos con el monarca porque no había restablecido la Inquisición y no actuaba de forma más contundente contra los liberales. En 1827, en Cataluña, se levantaron los partidarios realistas que reclamaban mayor poder y defendían el retorno a las costumbres y fueros tradicionales. En la corte, dicho sector, que gozaba de importante poder en círculos nobiliarios y eclesiásticos, se agrupó alrededor de Carlos María Isidro, hermano del rey y su previsible sucesor, dado que Fernando VII no tenía descendencia.