La Guerra de Sucesión y el Absolutismo Borbónico

La guerra de sucesion

En 1700 el último monarca de la casa de Austria, Carlos II, murió sin descendencia directa. Los principales candidatos: Felipe de Anjou y el archiduque Carlos de Habsburgo. El testamento de Carlos II designaba como sucesor al candidato Borbón que fue proclamado rey con el nombre de Felipe V. Este nombramiento provocó un conflicto grave en el equilibrio de poder entre las potencias europeas. La sucesión al trono español pasó a ser un conflicto internacional.

La imposición del absolutismo borbónico

La monarquía autoritaria de los Austrias ya había iniciado un proceso de concentración de poder en Castilla. Sus cortes no se reunían y solo las habían hecho aprobar impuestos. En cambio, la Corona de Aragón y también en Navarra y el País Vasco, se habían conservado instituciones propias (cortes) y un cierto grado de soberanía respecto al poder central. Al instalarse los Borbones en el trono español, impusieron el modelo del absolutismo. En esta forma política, el monarca absoluto constituía la encarnación misma del estado: a él pertenecía el territorio y de él emanaban las instituciones.

Centralización y uniformidad

Los primeros Borbones españoles, Felipe V y Fernando VI, asumieron la tarea de unificar y reorganizar los diferentes reinos peninsulares. Felipe V, mediante los llamados Decretos de Nueva Planta, impuso la organización político-administrativa de Castilla a los territorios de la Corona de Aragón que perdieron su soberanía y se integraron en un nuevo modelo uniformador y centralista.

La política exterior

El reinado de los Borbones se inició con una importante pérdida de poder e influencia de la Corona española en el contexto internacional, que permitió liberar a la monarquía de la pesada carga militar y financiera. En el siglo XVIII, España se vio implicada en algunos acontecimientos bélicos. La llegada al trono de Fernando VI inauguró una época de neutralidad en la política exterior española.

Pervivencia de la sociedad estamental

La sociedad del siglo XVIII continuaba manteniendo la división en estamentos y sus características esenciales eran la desigualdad jurídica y el inmovilismo. Los grupos privilegiados eran dueños de la mayor parte de la propiedad territorial, no pagaban impuestos y ostentaban cargos públicos.

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